EUCALIPTO
Me
quedaba mirando el eucalipto
tatuado
de herrumbrosos corazones
que
aleteaban aún bajo sus ramas.
Dormía
el viejo árbol
acunado
entre ingrávidas promesas
allende
las ternuras,
sintiéndose
en la noche sorprendido
por
los brillos cortantes de otras hojas
que,
incrustándole nombres en su tronco,
albergaban
espectros
de
manos turbadoras.
Me
quedaba mirándote, eucalipto,
señor
de los Jardines,
queriendo
devolver a tu contorno
ceniciento
su antigua lozanía.
Entonces,
yo ignoraba
que
ni el tiempo restaña de la carne
la
herida de unos nombres.
(de JARDINES DE MURILLO, 1989)
Es verdad, María, qué coincidencia hoy convertir nuestros textos en diálogos abiertos con los árboles. Tal vez porque nos gusta su silencio, su estar callado, su permanencia escuchando las voces de quien pasa cerca. Como siempre, tu poema me deja una gran sensación de proximidad. Abrazos.
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