miércoles, 31 de mayo de 2017




LOS ÚLTIMOS VENCEJOS DE LA TARDE
entrecruzan sus alas
y su clamor fugaz por los perfiles
de la ciudad barroca,
recién iluminada, cobijando
llamaradas azules
de un cielo que agoniza eternamente. 

Los últimos vencejos
ponen música y brisa
a mis pasos cautivos
de las calles de ayer, vagar sediento,
como la antigüedad de esta mirada
sobre la que, en su luz, me reconozco. 

El encuentro con todo lo sentido,
dolor atrás, por estas viejas calles,
llámense Bab-Yahwar, Alcaicería
de la Seda, Açuayca
o de los Herbolarios,
me hacen pensar ahora
en que, después de un tiempo,
eso que yo creía
vivir, no era tal goce. 

En los días difíciles, hundidos por la lluvia,
crucé miles de veces el corazón de alguien
que, sin saberlo, daba latido a mi tristeza,
en un gesto engañoso de lo más verosímil. 

No, lo que yo creía
vivir se me escapaba
como el aroma oculto
del nardo en la plazuela,
y caminando inmersa sobre tanto vacío,
elevo la mirada por si abarco este cielo
poblado de crepúsculos,
de aves nacaradas. 

No, la vida no era
eso que yo creía, sino el advenimiento
de un resplandor cercano.
Ahora, cuando apenas insinúo,
después de mi fe ciega,
el gemido del gozo,
me revela despacio, muy despacio,
para más amargura,
la belleza sangrante
de esta ciudad agónica
que, en su defensa, hiere
a quienes, como yo, la atravesamos
con la leve pisada del recuerdo,
con la sola intención de eternizarla,
al igual que los últimos
vencejos de la tarde.

                                                     (de DOMUS AUREA, 1999)

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