LOS
ÚLTIMOS VENCEJOS DE LA TARDE
entrecruzan
sus alas
y
su clamor fugaz por los perfiles
de
la ciudad barroca,
recién
iluminada, cobijando
llamaradas
azules
de
un cielo que agoniza eternamente.
Los
últimos vencejos
ponen
música y brisa
a
mis pasos cautivos
de
las calles de ayer, vagar sediento,
como
la antigüedad de esta mirada
sobre
la que, en su luz, me reconozco.
El
encuentro con todo lo sentido,
dolor
atrás, por estas viejas calles,
llámense
Bab-Yahwar, Alcaicería
de
la Seda , Açuayca
o
de los Herbolarios,
me
hacen pensar ahora
en
que, después de un tiempo,
eso
que yo creía
vivir,
no era tal goce.
En
los días difíciles, hundidos por la lluvia,
crucé
miles de veces el corazón de alguien
que,
sin saberlo, daba latido a mi tristeza,
en
un gesto engañoso de lo más verosímil.
No,
lo que yo creía
vivir
se me escapaba
como
el aroma oculto
del
nardo en la plazuela,
y
caminando inmersa sobre tanto vacío,
elevo
la mirada por si abarco este cielo
poblado
de crepúsculos,
de
aves nacaradas.
No,
la vida no era
eso
que yo creía, sino el advenimiento
de
un resplandor cercano.
Ahora,
cuando apenas insinúo,
después
de mi fe ciega,
el
gemido del gozo,
me
revela despacio, muy despacio,
para
más amargura,
la
belleza sangrante
de
esta ciudad agónica
que,
en su defensa, hiere
a
quienes, como yo, la atravesamos
con
la leve pisada del recuerdo,
con
la sola intención de eternizarla,
al
igual que los últimos
vencejos
de la tarde.
(de DOMUS AUREA, 1999)
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